El nacimiento de Jesucristo fue así: Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo” (S. Mateo 1:18). Como José no creyó, quiso dejar a María, pero un ángel de Jehová le dijo: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. Y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre JESúS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (vers. 20, 21).
Cuando el día del nacimiento se acercaba, llegó a Nazaret una orden imperial: Cada uno debía empadronarse donde había nacido. Ellos eran de Belén, y emprendieron el viaje de 150 kilómetros hacia su pueblo natal.
Negar hospedaje a gente de la misma tribu era una grave falta, pero en Belén el mesón estaba lleno. El día declinaba y María comenzaba a sentir los dolores del parto. Alguien les ofreció un establo en las orillas del pueblo, y ahí, a la débil luz de una lámpara de aceite, cuando la noche había envuelto el paisaje, nació el Niño Dios.
“Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo” (Gálatas 4:4). “Tosco y repelente fue el ambiente que le rodeó en la tierra”,* tenebrosa fue la noche que lo recibió, la noche del alma, a él que es “la luz verdadera, que alumbra a todo hombre” (S. Juan 1:9), “el Deseado de todas las naciones” (Hageo 2:7).
José y María bañaron al Niño y lo frotaron con sal, lo envolvieron y lo fajaron en ritual de escrupulosa limpieza, y la madre más privilegiada que jamás ha habido lo acostó en un pesebre. “Emanuel. . . Dios con nosotros” (S. Mateo 1:23).
La encarnación del Hijo de Dios ha dignificado nuestro cuerpo. Ese Niño llevaría nuestros dolores y nuestras enfermedades, y para redimirnos del mal habría de sufrir el último efecto del pecado, la muerte.
Gracias, oh Padre, por darnos a Cristo, el divino Emanuel.
* Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 29.
El autor es redactor de El Centinela, y escribe desde Caldwell, Idaho.
