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Desde niño supe que siempre hay belleza en una mujer, a pesar de la edad. Luego aprendí que una mujer puede ser muy bella, aunque no lo parezca. Este era el caso de Ofelia. Cuando yo tenía ocho años, ella tendría unos treinta. Era muy poco agraciada físicamente: delgadita, huesuda, sin forma, con arrugas en su rostro y en su nariz, exageradamente angulosa, que culminaba en una suerte de lunar parecido a una verruga. Ofelia jamás había tenido novio ni había recibido un beso de afecto en sus labios. Además, los chicos decían que le “faltaba un gramo pal quilo”. Es decir, que su coeficiente intelectual estaba por debajo de la media de la población del barrio.

Todas las semanas la veía pasar frente a mi casa. Ella se detenía unos segundos para saludarme —a pesar de que yo era un niño, o precisamente porque era un niño— y para preguntarme cómo me sentía. A veces me informaba que iba al hospital a ver a su doctor. Después supe que asistía a un tratamiento psicológico. Pienso que a Ofelia no le era fácil la vida.

Hoy, después de más de cincuenta años, la recuerdo no por su apariencia física sino por su gran corazón.

Ofelia amaba a los niños, algo que yo no veía con frecuencia en la gente normal, ni en la gente linda e inteligente. Por eso, para mí, Ofelia era una persona diferente. Generosa y cálida, tenía un hábito loable: dos veces a la semana iba a un orfanatorio y sacaba un niño a pasear. A veces, la veía ocupada en aquella criatura como si fuera la mejor versión de una madre (digo la mejor, porque hay madres que maltratan a sus hijos). A pesar de ser soltera, había conseguido las autorizaciones correspondientes para sacar un niño a pasear un par de tardes por semana. Por lo general llevaba al niño al zoológico, al parque, a un lugar de diversiones o al cine. Le daba de comer y compartía la tarde con ese huérfano. Todos los niños querían salir con Ofelia; y para ella, esas salidas eran los momentos más importantes de su vida. A veces me comentaba con entusiasmo sus paseos con esos niños, huérfanos de amor.

Ofelia era el corazón amoroso de esos niños. Cuando me hablaba de ellos, su rostro se iluminaba y adquiría una expresión bondadosa y simpática, y su apariencia se tornaba agradable y aun atractiva.

La ciencia y la dadivosidad

Dicen que la bondad es la forma más aguda de la inteligencia. Ahora sabemos fehacientemente, a través de múltiples evidencias empíricas, que la dadivosidad es una virtud beneficiosa para los otros y para uno mismo, una fuente productora de felicidad.

Se pidió a ciertas personas que realizaran cinco actos de servicio por semana durante seis semanas. Todos los domingos los participantes presentaban un “informe de dadivosidad”. Describían actos como: “doné sangre”, “visité un hogar de ancianos”, “di dinero a un indigente”, “di las gracias a un profesor por su dedicación”, etc. Al terminar el estudio, se encontró que los participantes que sirvieron a otros experimentaron un aumento significativo de la felicidad. Comentaron que se sintieron más serviciales y útiles, que mejoró su autoestima, percibieron a los demás en forma más benévola, se sintieron mejor, y experimentaron menos culpa, malestares o sufrimientos.

También se observó que las acciones en favor de los demás muchas veces desencadenaban una cascada de consecuencias sociales positivas, porque los beneficiados respondían con reciprocidad. Mucha gente aprecia y agradece la generosidad y hacen cosas para recompensar a la persona amable y dadivosa.

Otros estudios han mostrado que entre las personas que padecen enfermedades incurables, quienes dedican parte de su tiempo a ayudar a otros con su misma enfermedad se sienten mejor y tienen mayor sobrevida.

El gobierno de los Países Bajos estudió casi 4.000 personas mayores de 16 años que hacían trabajos de voluntariado, y se concentraron en los niveles de felicidad subjetiva de los participantes. Los resultados confirmaron que los voluntarios exhibieron mayores niveles de felicidad que los no voluntarios cuando esa actividad no superaba las cinco horas por semana. Cuando el tiempo de dedicación era mayor, los niveles de felicidad disminuían y el estrés aumentaba. La conclusión: ayudar a otros nos hace más felices.

¿Cómo y por qué ser más dadivoso?

Hay una declaración de Jesús registrada fuera de los evangelios: “En todo os he enseñado que, trabajando así, se debe ayudar a los necesitados, y recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35).

¿Qué quiso decir el Maestro?

Dar puede resultar hasta peligroso: Si le das algo a alguien durante un tiempo, cuando dejas de hacerlo puede verte como su peor enemigo. También sabemos que para deshacerte de una persona, nada mejor que prestarle dinero. Dar también puede ser un acto malo, cuando el que da lo hace procurando un beneficio personal. Bien dice el refrán: “Cuando la limosna es grande hasta el santo desconfía”.

Entonces ¿cuál es el significado de la sentencia de Jesús?

Toda relación humana implica un dar y recibir. El que da recibe, y el que recibe da. Pero este equilibrio no se da sin esfuerzo y lucha. Pareciera que no podemos dar sin esperar, ni recibir sin sentirnos obligados a dar. Una vez le pregunté a mi esposa qué era más fácil para ella, dar o recibir. Me dijo:

—Depende. Pero me parece que a veces es más difícil recibir que dar.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Porque no es fácil recibir un regalo. Ese tomar del otro algo que no merezco me carga con una responsabilidad, diría, con cierta culpa.

Está metida hasta los tuétanos en nosotros la idea del ojo por ojo y diente por diente. Lo aplicamos no solo en las relaciones de justicia sino también en las del amor. Si recibo, debo dar.

Sin embargo, conozco mucha gente que solo le gusta recibir, que nunca dan. Y cuando dan algo, lo dan escasamente, como escasa y pequeña es su vida.

Hay pobres que parecen ricos, y ricos que viven como pobres. No es una cuestión de cantidad sino de calidad humana. En cierta ocasión, Jesús miraba cómo los ricos ofrendaban de su riqueza y vio a una viuda dar solo dos moneditas de muy poco valor.Luego, “llamando a sus discípulos, les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento” (S. Marcos 12:43, 44).

La viuda del templo era muy pobre, pero Jesús no le dijo: “Guarda esa moneda porque eres pobre”, sino que ponderó su generosidad. Tampoco le reprochó a la mujer que derramó en sus pies un “perfume de gran precio” (S. Mateo 26:7). Jesús no cortó el ciclo de la vida, porque era necesario para el corazón agradecido que aquel esfuerzo diera su fruto.

Si le interesa la bibliografía, solicítela a ricardo.bentancur@pacificpress.com.

El autor es director de El Centinela.

La dadivosidad

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Noviembre 2017