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Los tiempos del exilio habían pasado para los judíos. Ciro, el gran rey de los persas, había liberado a los judíos, a quienes Nabucodonosor II había vencido y llevado cautivos a Babilonia setenta años antes.

Los judíos se encaminaron hacia Jerusalén; pero al llegar, la euforia se convirtió en llanto. La ciudad y el Templo estaban en ruinas. Era necesario restaurarlo todo. Los dirigentes se apresuraron a elegir al sumo sacerdote. La designación recayó en Josué, el hijo de Josadac.

Pero el diablo no se cruzó de brazos: acosó al pontífice. Tras el gozo inicial por su investidura, este varón de Dios se fue sumiendo en el desaliento. El demonio le susurraba al oído su indignidad para servir a Jehová, y él lo creía. Lo acusaba también ante el Altísimo. Y así, el hombre de Dios se incapacitaba para el ministerio. Hasta que Dios dijo: “[¡Basta!] Jehová te reprenda, oh Satanás; Jehová que ha escogido a Jerusalén te reprenda. ¿No es éste un tizón arrebatado del incendio?” (Zacarías 3:2).

La corrupción inherente del sacerdote Josué lo incapacitaba para oficiar ante un Dios santo. Pero Dios había metido las manos al fuego de la degradación para rescatarlo. Se quemaba en su maldad y Dios lo salvó; es decir, lo perdonó y le dio un ministerio honorable.

Cuando en vez de reprender a Josué Dios lo reprendió a él, Satanás huyó. Josué creyó que Dios lo aceptaba y lo purificaba. Un gozo inefable invadió su alma. El Espíritu divino había descendido a ungirlo. Josué había sido objeto de la gracia de Dios, quien no nos ve como somos sino como podemos llegar a ser si le pedimos que nos salve, nos eduque y nos ubique donde podemos hacer el bien.

El autor es redactor de El Centinela.

Gracia para el pecador

por Alfredo Campechano
  
Tomado de El Centinela®
de Noviembre 2015