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Hace poco más de cuarenta años que estoy casado con Florencia. En todas estas décadas, siempre me ha preparado y servido la mejor comida. Sin faltar un día. Recuerdo que, cuando aún jóvenes y recién casados, ella apuraba su paso cada mediodía para llegar a la casa desde el trabajo y presentarme el plato más saludable y apetitoso. Luego de comer conmigo, volvía a su trabajo a completar su jornada. Y esto lo hizo durante muchos años. Te confieso algo que me da vergüenza decírtelo: En todos estos cuarenta años asumí su gesto generoso como el cumplimiento de su deber conyugal. ¡Qué horrible! ¿¡Puedes creer esto!?

La gratitud es la memoria del corazón. Es la virtud que equilibra la balanza del dar y recibir. La balanza del amor. Tiene el poder de establecer o reconciliar una relación afectiva. Porque la esencia de la gratitud es inaugurar una relación de amor y vida.

La gratitud es la madre de todas las virtudes, de todos los secretos de la felicidad, de todas las posibilidades de relación humana, porque cuando digo “gracias”, reconozco que el otro me ha dado un regalo. ¡Reconozco a mi prójimo, que a veces por estar tan próximo no lo considero mi prójimo! Decir “gracias” es más que el reconocimiento al cumplimiento de un deber. Cuando agradezco por algo a mi prójimo, reconozco que tomo lo que me da más allá de que pueda pagarlo.

Por otra parte, la persona que sabe recibir la palabra “gracias” de su prójimo ensancha su espíritu, porque se alimenta de ese reconocimiento y tiene energía para seguir dando. Cuando el otro recibe nuestro agradecimiento, en realidad nos está diciendo: “Tu amor y reconocimiento valen más que todo lo que puedas hacer por mí”.

La gratitud impide que se corte la relación de intercambio. Por oposición, el mezquino, el egoísta, corta el ciclo de la vida. Porque la vida es una gran cadena de ayuda mutua.

Jesús y la gratitud

Él era un extranjero. Su mirada, como la de todo hombre en tierra extraña, siempre pedía permiso o quizá disculpas. Sus ojos expresaban esta deuda que uno tiene con su propia alma cuando se está en tierra desconocida. Pero aquel hombre, además de extranjero llevaba en su piel las marcas de la muerte, que atraían las miradas de quienes lo veían no solo como un inmigrante sino también como un riesgo para sus vidas.

Es posible que haya llegado a Jerusalén desde Samaria con mercaderías para vender. Y aquella noche no sabía a dónde ir; y como los que no saben adónde van, difícilmente los vientos soplen en su favor, fue a emborracharse a unos de esos tugurios de la ciudad.

A los pocos días de aquel viaje a la nada, se despertó transpirado. Hacía mucho calor, pero observó ciertas granulaciones en su rostro y en el torso, que le producían mucha comezón. Y comenzó a rascarse para calmar la picazón, pero nada lo aliviaba. Pronto aquellas llagas se extendieron por todo su cuerpo y se convirtieron en úlceras sangrantes, que adquirieron una tonalidad rojiza. En esas condiciones, ya no podía volver a Samaria.

Entonces pidió ayuda, pero nadie pudo ayudarlo. Finalmente fue al sacerdote, como indicaba el capítulo 13 de Levítico. Y el sacerdote dictaminó que el samaritano tenía lepra. Le impuso una túnica distintiva, le dio una campanita, y lo confinó en lo hondo de un valle, en unas grutas, donde los leprosos habitaban, lejos de las poblaciones.

La nostalgia y el llanto enlutaron su alma. Había escuchado de sus compañeros de infortunio que un Maestro de Nazaret curaba todo tipo de enfermedad. Él no sabía si quería recibir tanto la curación de su enfermedad como la sanidad de su corazón. Cuando le hablaron del Gran Médico, se estremeció con un sagrado temblor.

Al otro día, diez hombres leprosos vieron a la distancia a Jesús y sus discípulos. Con desesperación todos gritaron al unísono: “¡Maestro, ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: Id, mostraos a los sacerdotes. Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados” (S. Lucas 17:13, 14).

Era el milagro soñado. Mientras corría, las escoriaciones comenzaron a sanar, y el rostro, las manos y el cuerpo se cubrieron de una piel suave como la de un niño. Un agradecimiento profundo llenó su alma. Volvió gozoso, gritando a todo el mundo que Jesús lo había curado, glorificando a Dios. Llegó donde estaba el Maestro y “se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias” (vers. 16). “Respondiendo Jesús, dijo: ¿No son diez los que fueron limpiados? Y los nueve, ¿dónde están? ¿No hubo quien volviese y diese gloria a Dios sino este extranjero? Y le dijo: Levántate, vete; tu fe te ha salvado” (vers. 17-19).

La gratitud del leproso sanado provino de las capas más profundas de su alma. Él era un extranjero, un hombre sin derechos, y por eso captó en aquel milagro, de un modo que no pudieron percibir los compatriotas de Jesús, un sentido diferente. Además de sanado, el leproso se sintió aceptado por Dios. La gratitud nace de la conciencia de esta aceptación.

La gratitud como estilo de vida

La gratitud no es un simple acto, ni se agota en un “gracias”, sino una manera de ser, una actitud de vida. Por eso, el agradecimiento debe comenzar con Dios, el dador de la vida. Cuando nos levantamos a la mañana con salud y ponemos en el corazón y en nuestros labios una palabra de gratitud al Creador, se disipan las tinieblas como el viento lleva las oscuras nubes de tormenta. En su exhortación a la gratitud, el salmista David dice: “Cantad alegres a Dios, habitantes de toda la tierra” (Salmo 100:1).

Debemos agradecer además cada día a nuestros padres, que nos regalaron la vida. Con el solo hecho de darnos la vida nos dieron todo. Porque desde la vida, somos nosotros los responsables últimos de nuestro destino.

Debemos expresar gratitud a nuestro cónyuge, nuestros hermanos y amigos, cada día, para cuidar ese delicado equilibrio entre dar y recibir. Recibimos amor para dar amor. Si no damos, no recibiremos, y se corta el intercambio. Solo si se consigue este equilibrio habrá una posibilidad de profundizar aún más en el ciclo de la vida.

Agradezcamos por todo. Por los días claros y oscuros. Por los amigos y los compañeros de trabajo. Y por las adversidades y los adversarios. Porque ellos también nos enseñan.


El autor es editor de El Centinela.

La gratitud

por Ricardo Bentancur
  
Tomado de El Centinela®
de Noviembre 2015