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“Entonces llamó el nombre de Jehová que con ella hablaba: Tú eres Dios que ve; porque dijo: ¿No he visto también aquí al que me ve? Por lo cual llamó al pozo: Pozo del Viviente-que-me-ve” (Génesis 16: 13-14)

Imagino el temblor de Agar, la ansiedad y la angustia que cargaba su afligido corazón cuando cruzó la última tienda, y delante de ella se abrió un horizonte imponente, desconocido y lleno de toda suerte de peligro.

En el ojo de la imaginación contemplo a la esclava egipcia de Sara que atraviesa la enramada a toda prisa, entre sollozos. Cuando la última tienda va quedando tras ella, un perro rabioso sale a mostrarle los dientes y su desamparo se hace tan inmenso como el desierto que se extiende hasta donde su vista logra alcanzar.

La esclava egipcia sabe que su arrogancia frente a su ama ha acarreado su desgracia, sabe que va a morir desterrada en aquel arenal donde las lagartijas aparecen y desaparecen entre los pedruscos, y el sol, sobre su cabeza, es una hoguera incandescente e inmisericorde que le advierte que las penurias del desierto son peores que la sumisión. Pero todavía siente orgullo por creer que será la madre de la gran nación que Dios le ha prometido a Abraham.

Mientras el sol del desierto de Shur calcina la tierra, y ráfagas de sofocantes vientos acumulan tercos remolinos de polvo sobre Agar, la muchacha recuerda con tristeza el día cuando conoció a su ama Sara. En Palestina, de donde eran oriundos Sara y su esposo Abraham, las sequías prolongadas eran acontecimientos frecuentes. El hambre y la miseria que producían dichas sequías provocaban masas migratorias que se refugiaban en el cercano y exuberante Egipto, donde las cosechas eran siempre abundantes y seguras a causa de las crecidas del río Nilo, que inundaban periódicamente los campos de cultivo. Entre aquellos inmigrantes que venían a buscar refugio, había conocido a sus amos. La extraordinaria belleza de Sara prontamente fue notada por los habitantes de Egipto, y la pareja adquirió notoriedad hasta en las cortes del rey.

Al regresar a su tierra natal, recibieron como regalos de Faraón muchos bueyes, ovejas, asnos, camellos, caballos y sirvientes, entre los cuales estaba ella: una simple jovencita, la esclava egipcia, Agar, a quien Sara adoptó como su criada personal (Génesis 12:10-20).

Sin lugar a dudas, Sara tuvo que haberle tomado mucho cariño a la esclava egipcia que prácticamente se crió bajo su tutela. Tal fue su afecto, que al cabo de diez años de habitar en Canaán, al verse estéril, la escogió como “madre sustituta” y se la dio por mujer a su marido Abraham, para que éste tuviese un hijo con ella (Génesis 16:3). Pero Sara cometió con esto un grave error.

El Señor le había prometido a su amigo Abraham que su descendencia sería tan innumerable como las estrellas de los cielos. El hijo prometido sería legítimo de él con Sara. Pero a la incrédula Sara, el tiempo de Dios se le hizo demasiado largo; tan largo y tan irrazonable que decidió tomar en sus manos un asunto que sólo era del Señor. Su proceder equivocado trajo una honda tristeza sobre ella y sobre toda su casa.

Las Escrituras nos dicen que al verse embarazada Agar, se llenó de orgullo y “miraba con desprecio a su señora” (vers. 4). Sara fue con la queja a su marido, y le dijo: “¡Mi agravio sea sobre ti! Yo te di a mi sierva por mujer, pero al verse encinta me mira con desprecio. ¡Juzgue Jehová entre tú y yo! (vers. 5). El carácter conciliatorio de Abraham se manifestó en el consuelo que brindó a su mujer: “Mira, tu sierva está en tus manos. Haz con ella lo que bien te parezca” (vers. 6).

Abraham, que era oriundo de Mesopotamia, estaba bien familiarizado con las leyes civiles y las costumbres de su tierra natal, y al decirle esto a su mujer obró de acuerdo con la ley. Ésta permitía la humillación de una esclava altanera, pero también significaba permitirle a Sara que castigase a la futura madre de su hijo. Abraham prefirió reprimir sus sentimientos a fin de restaurar la armonía perturbada de su hogar. Y cuando Sara colocó de nuevo a Agar en su condición de esclava, y recurrió al castigo corporal, Agar huyó.

En aquella cultura la actitud arrogante de Agar no habría sido tan extraña. Entre los hebreos la esterilidad era considerada un deshonor, mientras que la fecundidad era vista como una señal especial del favor divino. Por lo tanto no es raro que Agar se sintiera superior en ese aspecto a la estéril Sara. La maternidad la hacía “mejor” que esa ama que siempre había gobernado su vida según su antojo. ¡Ahora le tocaba a ella el lugar de honor! ¡Ahora le correspondía a ella, una simple esclava egipcia, representar el papel de señora! Después de todo, también ella era esposa de Abraham. Como Sara, Agar también tuvo una actitud equivocada.

A mitad de camino entre Cadés y Bered, las fuerzas de Agar comenzaron a abandonarla. Sentía la garganta seca, hecha un nudo, y los ojos, llenos de arena, ardían como pequeñas piras. Mientras caminaba hundiéndose hasta los tobillos en el inhóspito desierto, pensaba en su situación y no veía un rayo de luz en su desesperanza. ¿Qué haría ahora? ¿A dónde podría ir? Totalmente sola, sin nadie a quien recurrir, lejos de su tierra natal y embarazada, su único deseo era morir. El orgullo que la había llevado a escapar de todo lo que había representado su seguridad se evaporaba delante de ella, como el mismo espejismo que a lo lejos confundía su vista.

Cuando por fin sus ojos advirtieron las primeras palmeras de dátiles, y divisaron las oscuras aguas del manantial que estaba en el camino de Shur, ya sobre la frontera egipcia, su vigor se había extinguido casi por completo. Apenas pudo llegar hasta la fuente, y beber unos cuantos sorbos de agua. Delante de ella veía su futuro también como un espejismo, incierto e inestable. Su vida había llegado a su final, y allí se sentó a esperar la muerte.

Pero Dios no se había olvidado de la sierva egipcia de Sara. Aunque la orgullosa Agar tenía una lección de humildad que aprender, los ojos de amor del Redentor del mundo velaban por ella. Agar necesitaba revestirse de humildad, necesitaba engalanarse con las prendas de la verdadera grandeza, esa que no proviene del orgullo propio, sino de nuestro respeto hacia los demás y la disciplina que proviene de la humildad. Curiosamente, lo primero que hizo el ángel de Dios al encontrarse con Agar fue recordarle quién era: “Agar, sierva de Sara—le dijo, ¿de dónde vienes tú, y adónde vas?”. Luego le reprochó su conducta arrogante y le ordenó que regresara a la casa de su señora y le rindiera obediencia (Génesis 16:8, 9).

A pesar de la arrogancia de Agar, el Dios de todo desamparado escuchó la angustia de la sierva egipcia, y salió en su defensa. ¡Y con qué palabras llenas de esperanza la consoló!

La promesa que el Todopoderoso le hizo a Agar, una esclava, no tiene paralelo. “Multiplicaré tanto tu descendencia, que por ser tanta no podrá ser contada” (vers. 10). Esta promesa consoló grandemente a Agar. Aunque su hijo no iba a ser el hijo de la promesa, tendría parte en el plan divino.

Después de hablarle del hijo que su vientre acunaba y asegurarle su descendencia sobre la tierra, le dio un nombre: “Y llamarás su nombre Ismael, porque Jehová a oído tu aflicción” (vers. 11). ¡Qué palabras tan consoladoras! Estoy segura que desde ese momento Agar jamás olvidó que en la circunstancia más desesperada de su vida, Dios, el Creador del cielo y de la tierra, escuchó su llanto y vio su aflicción. Cada vez que pronunciaba el nombre de su hijo recordaba que no estaba sola, cada vez que alguien llamaba a Ismael por su nombre, recordaba la gracia y la misericordia de Dios hacia ella, una simple esclava.

“Entonces llamó el nombre de Jehová que con ella hablaba: Tú eres Dios que ve; porque dijo: ¿No he visto también aquí al que me ve? Por lo cual llamó al pozo: Pozo del Viviente-que-me-ve” (vers. 13-14).

¡Cuánta esperanza trae la historia de Agar al corazón de la madre soltera, la mujer abandonada, la embarazada que se ve lejos de su familia, en un país extranjero y sin nadie a quien acudir o pedir ayuda! Los problemas propios que acarrean estas circunstancias representan ansiedad, soledad, sufrimiento, frustración, lágrimas y una vida llena de temor.

Tal vez nada de esto se aplique a su caso, pero puede ser que su misma actitud hacia la vida la haya colocado en el desierto en el que se encuentra hoy, y su arrogancia le ha hecho llorar mares de desconsuelo. Pero puede estar segura de que el “Viviente-que-te-ve” no la ha abandonado, ni la abandonará jamás. Puede confiar en el amor de Dios y en su gracia para sostenerse en los días más oscuros de su vida. El Dios Todopoderoso que escuchó y vio la aflicción de una esclava egipcia, es también su Dios y el Dios de todas las desamparadas del mundo.



La autora escribe desde Boise, Idaho, donde funge como asistente legal del Fiscal General del Estado.

Agar y el Dios que no te desampara

por Olga L. Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Octubre 2007