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Según nuestra edad y la etapa en que vivimos, nuestra esperanza se concreta en diversas cosas. La joven esposa augura la llegada de su bebé. El niño espera el sonido del camión de helados. El enfermo aguarda un buen pronóstico del médico. El adolescente anhela el momento de su independencia. Pero a medida que transcurren los años, y esto es algo definitivamente común, nuestras esperanzas van simplificándose y concentrándose. Y llega el momento en que lo más importante y lo único que importa es la vida misma.

Al actor y director cinematográfico Woody Allen se le preguntó una vez si pretendía la inmortalidad en su carrera. Su reacción fue característica: “Yo quiero alcanzar la inmortalidad por el hecho de no morir”. Sus palabras hacían eco al gran clamor del alma humana. Queremos permanencia y queremos significado.

Ese clamor por permanencia se expresa en nuestro deseo de que algo nuestro perdure. Quizá por eso plantamos árboles y creamos libros, obras de arte y música. Intentamos perpetuarnos en nuestros hijos porque sabemos que nuestro tiempo es finito.

Vivir para los seres humanos es un instinto, pero también es mucho más. Si la vida se limita a nacer, crecer y multiplicarnos, seríamos poco más que animales. Sabemos dentro de nosotros que hay algo más, que hay conceptos que únicamente los humanos podemos valorar: la justicia, el amor al que no nos ama, la libertad, incluso la desgracia y la tragedia. Aunque a veces lo percibamos débilmente, sentimos que la vida tiene un propósito. Por eso queremos vivir.

Uno de mis más apreciados profesores de universidad estuvo haciendo planes hasta el último momento de su vida para evangelizar en otros países. Mi querido padre, hasta los últimos minutos de coherencia, expresaba la esperanza de sanarse. Casi nadie quiere despedirse de esta vida, por triste que resulte. ¿Por qué?

Ese afán de permanencia y significado existe en nosotros porque nos fue colocado por Alguien. Dios no sólo es el creador, sino el sustentador de la vida. Su Palabra presenta no sólo un recuento de la historia, sino que revela un plan que obra dentro y detrás de la historia.

De vez en cuando, los lectores de la Biblia captamos que hay un orden y propósito en las cosas. El profeta Daniel, por ejemplo, declaró que “él [Dios] muda los tiempos y las edades; quita reyes, y pone reyes; da la sabiduría a los sabios, y la ciencia a los entendidos” (Daniel 2:21). La profecía que siguió y su cumplimiento indica que ciertamente es así (Daniel 2:31-45). El libro de Gálatas sugiere que Cristo vino a este mundo en el momento estipulado por Dios (Gálatas 4:4).

Pero es la segunda venida de Jesús a esta tierra lo que inspiró el afecto de los apóstoles y despierta los anhelos de todos sus seguidores. La consideraban “la bendita esperanza” (Tito 2:13). Hebreos afirma que la primera venida es garantía de la segunda. Por cuanto Jesús “se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado— aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:26, 28).

La segunda venida y el don de la vida eterna que ésta hará posible es nuestro mayor motivo de alegría. Todos los que amamos a Jesús esperamos con ansias el día cuando lo veremos cara a cara, cuando llegaremos a ser lo que Dios siempre quiso que fuéramos.



El autor es el director de EL CENTINELA.

Nuestra mayor esperanza

por Miguel Valdivia
  
Tomado de El Centinela®
de Octubre 2007