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La esperanza es una persona: Jesús. Hay que vivir con él.

¡Me quiero morir, déjenme morir!”, eran los clamores de Irma, quien tendría unos cuarenta años, y cuyo rostro demacrado revelaba su desesperación.

Por invitación de su vecina Yolanda, Irma había asistido a la serie de conferencias “Prueba con Jesús”, que un servidor estaba dictando en una ciudad sudamericana.

Le pregunté por qué razón quería morir, y mientras se frotaba las manos y reprimía el llanto, inició su relato.

—Hace dos años que me quiero morir y no me dejan. Ya me he cortado las venas en dos ocasiones, he tomado veneno… y siempre me salvan, me llevan con psicólogos y psiquiatras, me dan pastillas, me internan, me dicen que todo irá mejor, pero todo sigue igual.

—Mire señor —continuó Irma--, yo no sé si usted puede entender a la gente pobre. Nosotros somos pobres, muy pobres. Mi esposo trabaja todo el día para que podamos sobrevivir con nuestros seis hijos. Yo sufro de los nervios desde siempre.

—Disculpe, yo conozco muchos pobres que trabajan muy duro, y no por eso se quieren morir —interrumpí.

—Hace dos años estaba preparando la poca comida que teníamos para el almuerzo. Y mientras cocinaba, lloraba — continuó—. Era muy poco alimento para mis hambrientos hijos. Mi niño más pequeño, de seis años, estaba a mi lado diciendo que tenía hambre. Vez tras vez le dije que esperara, que papá ya vendría, y que comeríamos todos juntos. Pero él insistía: “¡Mamá tengo hambre, tengo hambre ahora!”

—Yo había puesto afuera, sobre la cocina a leña, una olla con agua para cocinar, y el niño insistía: “Tengo hambre, tengo hambre”. Eso me estaba irritando. Por un momento dejó de hablar, buscó un banco, se subió en él e intentó alcanzar las galletas que estaban en un frasco de vidrio, sobre una repisa. Yo lo miraba de reojo, con un mal presentimiento. Para alcanzar el frasco se paró de puntillas, pero el banco se desestabilizó, y él se cayó con el frasco entre las manos. El frasco se rompió y las galletas se desparramaron. Entonces le grité, y el niño salió corriendo, mientras yo iba tras él, para golpearlo. Al salir, tropezó contra la cocina a leña y la olla de agua hirviendo se le cayó encima. Todo había salido mal…

Ella comenzó a llorar. Y prosiguió:

—El niño estaba en el piso, gritando, y yo comencé a golpearlo… mientras le gritaba. Yo se lo había advertido… Todo salió mal.

—Los gritos alertaron a los vecinos, y se acercaron. Fue Yolanda quien me dijo: “Deja de golpearlo, está quemado”. Ya en el hospital, cuando intentaron quitarle la ropa, esta se le había pegado a la piel. El 75 por ciento de su cuerpo tenía quemaduras de tercer grado. Horas después fui a verlo. Le habían puesto un líquido de color naranja… abrió sus ojitos, me miró y me dijo: “Mamá, yo solo tenía hambre”. Dos días después murió. Yo soy la culpable de su muerte. No quiero vivir. No tengo esperanza ni deseos de nada, no quiero luchar más, me quiero morir.

Mario Pereyra, psicólogo cristiano, cita a A. Schmale y a G. Engel quienes hablan de la desesperanza como “un sentimiento de desamparo y renuncia, impotencia, imposibilidad de recibir ayuda, pérdida de confianza en las relaciones interpersonales, vivencia de ruptura de la continuidad biográfica, refugio y aferramiento al pasado con pérdida de proyectos para el futuro. Es pues la desesperanza, esa especie de retracción de la existencia sobre sí misma ante la vacía nihilidad de lo por venir”.*

¿Será el de Irma un caso de renuncia aislado, único y fatal? No. Millones de personas enfrentan el día sin esperanza. Han renunciado a la vida. Muchos actúan como autómatas, realizan sus tareas cargando el peso de una existencia sin sentido.

Tal vez estarás pensando que quienes viven en la desesperanza y con el síndrome de renuncia deben ser ateos, ignorantes, musulmanes o animistas. O gente que vive en lugares olvidados, donde no poseen nada, y nada podrían conseguir por más que se esforzaran. Pero no es así. Al contrario, las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud revelan que el Japón tiene uno de los índices de suicidio más altos del mundo con 24.1 suicidas por cada cien mil habitantes. Francia tiene un índice de 19, Alemania 15, Canadá 13, Estados Unidos 12, España 9 e Inglaterra 8. En cambio, los países musulmanes y muchos de los denominados pobres tienen estos índices: Irán 0,2 y Egipto y Siria 0,1.

Ahora bien, la pregunta es: ¿Tiene solución esta pandemia de desesperanza? ¿Hay esperanza para ti?

Quizá convenga saber la definición de esperanza. El Diccionario de la Real Academia Española incluye una que dice: “Estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”.**

Tal vez en esto radica el problema, en creer que la esperanza es un estado de ánimo. Pero cuando pasan los años, y lo que soñabas no sucede, sobreviene la depresión, y luego la desesperanza, el hartazgo y la renuncia a la vida. La muerte se torna deseable, como el final del sufrimiento.

La verdadera esperanza

Pero quiero darte una buena noticia, la verdadera esperanza no es un estado de ánimo. No se adquiere en una pastilla o yendo de fiesta en fiesta. No se consigue teniendo todo lo que anhelabas. Si así fuera, los países del llamado primer mundo, donde el poder adquisitivo de las personas es el más elevado, tendrían la población más feliz. Pero en esos lugares los índices de insatisfacción y de suicidio son los más elevados.

La esperanza es una persona: Jesús.

San Pablo lo llama: “Cristo Jesús nuestra esperanza” (1 Timoteo 1:1). Para él, Jesús era su esperanza. También escribió: “Cristo en vosotros la esperanza de gloria” (Colosenses 1:27). El deseo de Pablo era que Cristo se transformara en la razón de la existencia del cristiano, en su gloriosa esperanza.

¿Te das cuenta? Ser cristiano no consiste en solo ir a la iglesia cada semana y cumplir con ceremonias. Ser cristiano es tener una esperanza viva. Y la esperanza es una persona: Hay que vivir cada día con Jesús. ¿Cómo? Que sea tu compañero. Piensa y decide con la mente de Jesús. Entonces ya nada podrá abatirte, porque ahora vives la vida de Jesús, ahora realmente vives. Él te dijo: “Yo he venido para que tengas vida, y para que la tengas en abundancia” (S. Juan 10:10).

San Pablo agrega: “Y el Dios de esperanza os llene de todo gozo y paz en el creer, para que abundéis en esperanza por el poder del Espíritu Santo” (Romanos 15:13). Ahora, al vivir la vida de Jesús obtienes gozo y paz por el poder del Espíritu Santo.

¿Y qué paso con Irma? Bueno, yo le pregunté:

—Irma, ¿en verdad usted quiere morir? ¿O tal vez morir y volver a nacer con una vida diferente?

Sus ojos se iluminaron mientras asentía con la cabeza. Hablamos de lo que significa morir en Jesús y volver a nacer en él: sepultar una vida de neurosis y hastío, para nacer a una vida nueva. El siguiente sábado bauticé a Irma. Ella me lo pidió. Antes, la iglesia leyó: “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien según su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo a una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1 S. Pedro 1:3).

Después del bautismo Irma lloró, pero ahora de alivio y felicidad. Después de años podía volver a sonreír junto con su esposo y sus cinco hijos. Toda la familia había nacido a una esperanza viva. Cuánto alivio significó para ella saber que no solo había nacido a una nueva vida y que sus pecados habían sido perdonados, sino que, además, Cristo le otorgaría el gozo del reencuentro con su hijo, ese hijo de seis años que solo tenía hambre… y que un día se sentaría a comer junto a ella a la mesa de Dios.

Te invito a que vivas la esperanza. ¡Vive con Jesús! Vive hoy como si Jesús hubiera muerto ayer, resucitó hoy, y volverá mañana. ¡Vive la esperanza!


* Mario Pereyra, Psicología de la esperanza, p. 10.
** http://lema.rae.es/drae/

¡Vive la esperanza!

por José D. Espósito
  
Tomado de El Centinela®
de Julio 2014